Los retos no van a seguir un orden exacto, vamos a ir alternándolos para que el que colguemos una semana no sea de la misma persona que el de la semana anterior. Pero se irán colgando todos poco a poco ^^ Y allá va:
—Dame la mano.
Y se la di.
Ni siquiera sé por qué lo hice, porque yo nunca hacía lo que me ordenaban, a
veces incluso sólo por llevar la contraria. Pero esta vez no me paré a
pensarlo, simplemente lo hice, le di la mano.
Estaba
confusa, todo parecía tan irreal. Como en las historias de mis libros. Sí,
exacto, como en un libro de guerras: los soldados irrumpiendo en el palacio,
las voces, las flechas.
—No tengas
miedo.
Yo no tenía
miedo. No sentía nada. Pero él sí parecía tenerlo, no me miraba. Abrió la
puerta secreta, disimulada en la pared, y comenzamos a caminar por un corredor
oscuro, goteante de humedad y años de abandono.
Los gritos
quedaron atrás.
Su mano
temblaba con fuerza bajo mis dedos. Tal vez sí que estaba asustada, aunque no
lo pareciera.
El tiempo
transcurría como un goteo lento mientras nosotros seguíamos adentrándonos en
las entrañas del pasadizo, descendiendo, siempre descendiendo.
—¿Falta
mucho? —Su voz sonaba lejana, apagada, como si no tuviese bastante aire para
hablar.
Tuve que
girarme para mirarla. Estaba pálida, muy pálida. La flecha sólo le había
rozado, un ligero corte en el cuello. Pero la sangre seguía corriendo,
lentamente, hasta perderse en el cuello de su vestido. Y yo sabía lo que eso
significaba.
Con un nudo
en la garganta, le apreté la mano y apreté el paso.
—No mucho
—Aguanta.
Estaba
cansada, y me sentía ligeramente mareada.
—Si salgo de
aquí… —Volví a tomar aire, agotada—, me gustaría volver a probar tu comida…
—Cuando te
saque de aquí, te prepararé lo que tú quieras —prometió.
Yo me reí
débilmente. Él no sabía cocinar.
—Pero ayer…
—Respira— quemaste la última sartén.
—Será mejor
que no hables.
Tuve que
bajar el ritmo, ella no podía seguirme. La mataría si continuaba haciéndola
correr así.
Pero… la
mataría si no la sacaba del pasadizo a tiempo.
—Dará igual
—susurré—. Lo sabes.
—He dicho
que no hables.
No era
justo. El mundo no era justo. La vida no era justa.
—El veneno
es rápido —Boqueé una vez más, sintiendo el aire silbar en mis pulmones como un
mal augurio—. No lograré…
No hubo eco
contra las paredes de tierra, pero ella se tambaleó ligeramente. Con los ojos
muy abiertos de la sorpresa, se llevó una mano a la mejilla, donde yo la había
abofeteado.
Los segundos
se escurrieron entre las grietas de los muros, silenciosos, mientras nos
sosteníamos la mirada. Ella fue la primera en apartarla.
Entonces,
sin pronunciar palabra, la alcé en brazos y reemprendí la marcha. Ella se
recostó sobre mi pecho y escondió sus lágrimas entre los pliegues de mi camisa.
—Lo siento.
Había luz al
final del túnel, un resplandor diáfano que inundó mis pupilas. El final del
pasadizo, el bosque al otro lado y después el mar. Tal vez sí lo
consiguiésemos. El aire se sentía más limpio y fresco sobre mi cara, y eso
parecía hacerme bien. Me costaba menos respirar. Quería salir de ese corredor
angosto, ya.
«Más
deprisa».
El bosque
era de un intenso color verde, perlado de rocío mientras el sol se elevaba
sobre las montañas. Rezumaba vida.
Era hermoso.
Pero no debía quedarme allí. Los soldados. Había que seguir, tenía que llegar
al mar.
«Más
deprisa».
La luz me
cegó cuando salimos del túnel. Comenzaba ya un nuevo día, radiante, sin saber
que, unos pocos kilómetros al este, el palacio estaba en llamas.
—Quiero ver
el mar —susurró ella, en mis brazos, con una voz tan tenue que me pregunté si
no la habría imaginado—. El mar…
—Hemos
salido —le dije, inclinándome para dejarla con cuidado en el suelo.
Ella tenía
los ojos abiertos, pero no me miraba. No me miraba.
—¿Alicia?
La herida de
su cuello había dejado de sangrar, pero su vestido de novia ya no era blanco.
—¡Alicia!
Ya no me
volvería a mirar.
Anyina
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