El viaje en tren no parecía acabar
nunca.
Entendía perfectamente lo que había
sentido Irina cuando despertó en el vagón, sola y desorientada, sin recuerdos,
hacía ya tantos meses. Era una sensación extraña, de relativa paz y densa
monotonía. Era la impresión de que llevaba toda mi vida allí dentro, viendo
pasar inexorablemente los campos de cultivo a mi alrededor. Las lomas
florecidas de tojo amarillo y espinoso y los brotes púrpuras del brezo.
Habíamos dejado las últimas
ciudades, al pie de las imponentes cumbres, hacía ya leguas y seguíamos
deslizándonos incansablemente por las vías, que surcaban nuestro mundo como
férreas cicatrices. La meseta era extensa como un desierto perpetuo.
A veces, a lo lejos, vislumbrábamos
algunas casas blancas de adobe, generalmente cerca de una alameda que movía el
dorso de sus hojas con la fuerza de un viento inmóvil, y estas brillaban como
espejuelos.
Los asientos del tren eran de
madera oscura y estaban tapizados de rojo. Tampoco es que hubiera esperado otra
cosa del conde Vólkov. En cambio, sí me sorprendieron los dormitorios, con sus
literas estrechas y las estanterías llenas de libros viejos y apergaminados. En la habitación de Irina había una
colección completa de cuentos encuadernados en rojo, con las pastas cubiertas
por un manto de estrellas doradas, alas de mariposa y hojas que se ramificaban
en las esquinas. Me contó que los había leído hasta la saciedad, preguntándose
cuánto tiempo llevaría allí pero sin querer pensar demasiado en ello, porque
estaba asustada y confusa.
Cuando la vía acabó, no faltaba
demasiado para el atardecer, así que descendimos.
Irina llevaba a Von en brazos,
acariciándole el pelo aterciopelado
y espeso, suave, mullido, gris claro como el plumón de los polluelos de lechuza
nival. Él ronroneaba roncamente, mirándome con los ojos entrecerrados y
moviendo los largos bigotes.
El sol brillaba con fuerza en el
cielo y me ardía en la nuca y las chicharras se desgañitaban con el frenesí
inconsciente de los malos músicos. El mundo quieto, como preso de una pereza
caliente. Caminamos aplastando contra el suelo los largos tallos de trigo, que
eran como rayos de luz ensartados en la tierra, hasta que oímos el susurro de
los chopos relativamente cerca. Por algún motivo, los dos estábamos
desacostumbradamente callados.
Pensé que ninguno de nosotros
conjuntaba con el paisaje. Mis pantalones de pana oscura y mi camisa de
algodón, de la que desabroché los primeros botones, no estaban hechos para el
sol implacable, verdugo de altas temperaturas. Las pupilas afiladas del gato
parecían decirme con su mirada fija que él tampoco se encontraba cómodo.
Irina dejó a Von en el suelo y
siguió contemplando absorta la tierra, granate, como si el sol sangrante y rojizo del atardecer se hubiera
desbordado del cielo.
-Es todo tan raro, Marius-me
confesó.
Y habíamos vivido tanto. Los
recuerdos remotos de su infancia debían de haberse empequeñecido demasiado en
la memoria, hasta sumergirse en el olvido.
-Hay tanta niebla…
Me había dicho que el olvido era
como vaho, como bruma, como si alguien hubiera soplado sobre los recuerdos una
tarde de frío. Como el mar. Y yo nunca habría creído que el olvido pudiera ser
tantas cosas, pero allí estaba.
Como si Irina también pensara que
sus ropas no eran las adecuadas, se deshizo de la camisa y de los zapatos. Dudó
un instante mordiéndose los labios y, finalmente, también se desprendió de los
calcetines. No pude evitar seguir atentamente todo el proceso, recorriendo
ávidamente con la mirada su cintura estrecha, insinuada más que de costumbre a
través del tejido delgado y poroso de la camiseta interior. Reprimí un
comentario burlón y sonreí de medio lado. A mi pies, Von bufó con las orejas
aplastadas contra la cabeza. No le hacía ninguna gracia que observara de esa
forma a su protegida.
Una brisa caliente, cargada del
sopor del crepúsculo, levantaba el pelo de Irina, rubio y translúcido por la
luz, como hilos de una telaraña rota. Los girasoles se inclinaban hacia el oeste con las últimas ansias del
día, moribundo ya, y sus pétalos de oro.
-Hacía mucho que quería
venir-aseguró, girándose hacia mí con sus enormes ojos cenagosos. La estrella
del cazador brillaba en su cuello.
-No hemos estado precisamente
perdiendo el tiempo.
-No-admitió-. Parece casi como si
nunca hubiera ocurrido. Como si sólo lo hubiera soñado-pensó un momento en sus
propias palabras y añadió-: Al principio sólo lo soñaba.
-¿Y quién dice que los sueños nunca
han ocurrido?-repliqué encogiéndome de hombros.
Irina me sonrió enseñando todos los
dientes y se volvió hacia los chopos. De allí nos llegaba un murmullo lejano
que identifiqué como un río, una brecha húmeda entre los campos.
La camiseta interior revelaba una
marca roja en su costado, como el tatuaje
de una fresa, como un beso de lápiz de labios.
-Parece que tienes una herida.
-Sí, pero no es verdad. Es una
marca de nacimiento. De pequeña pensaba que tenía una frambuesa bajo la
piel-respondió Irina, adivinando a qué me refería.
-Me gusta.
Sabía que se había ruborizado,
porque cerró las manos en puños y desvió la mirada. Era el tipo de comentario
que la haría sentir avergonzada y no podía evitar sonreír de oreja a oreja ante
la idea.
-Marius, ahora que estoy aquí no sé
qué hacer-dijo observándome fijamente, con los ojos muy abiertos. Había una
arruga de angustia entre sus cejas. Von se acercó a ella lentamente y se
restregó contra sus tobillos-. ¿Me seguirás?
Sonreí y le revolví el pelo antes
de apoyar mi frente contra la suya.
-Siempre.
Irina me devolvió la sonrisa y se
lanzó a trotar entre las espigas de trigo, hacia el sol hundiéndose en el
horizonte. El otro extremo del cielo era un pañuelo empapado en tinta negra y
las nubes eran trazos de pintura disuelta en agua. Irina saltó con los ojos
cerrados y desapareció.
Vi al irbis caer al suelo
suavemente y eché a correr tras él.
St2
Qué paleta era, diablos XD
ResponderEliminarSt2