domingo, 20 de enero de 2013

Relato ganador del reto I



El viaje en tren no parecía acabar nunca.

Entendía perfectamente lo que había sentido Irina cuando despertó en el vagón, sola y desorientada, sin recuerdos, hacía ya tantos meses. Era una sensación extraña, de relativa paz y densa monotonía. Era la impresión de que llevaba toda mi vida allí dentro, viendo pasar inexorablemente los campos de cultivo a mi alrededor. Las lomas florecidas de tojo amarillo y espinoso y los brotes púrpuras del brezo.
Habíamos dejado las últimas ciudades, al pie de las imponentes cumbres, hacía ya leguas y seguíamos deslizándonos incansablemente por las vías, que surcaban nuestro mundo como férreas cicatrices. La meseta era extensa como un desierto perpetuo.
A veces, a lo lejos, vislumbrábamos algunas casas blancas de adobe, generalmente cerca de una alameda que movía el dorso de sus hojas con la fuerza de un viento inmóvil, y estas brillaban como espejuelos.
Los asientos del tren eran de madera oscura y estaban tapizados de rojo. Tampoco es que hubiera esperado otra cosa del conde Vólkov. En cambio, sí me sorprendieron los dormitorios, con sus literas estrechas y las estanterías llenas de libros viejos y apergaminados. En la habitación de Irina había una colección completa de cuentos encuadernados en rojo, con las pastas cubiertas por un manto de estrellas doradas, alas de mariposa y hojas que se ramificaban en las esquinas. Me contó que los había leído hasta la saciedad, preguntándose cuánto tiempo llevaría allí pero sin querer pensar demasiado en ello, porque estaba asustada y confusa.
Cuando la vía acabó, no faltaba demasiado para el atardecer, así que descendimos.
Irina llevaba a Von en brazos, acariciándole el pelo aterciopelado y espeso, suave, mullido, gris claro como el plumón de los polluelos de lechuza nival. Él ronroneaba roncamente, mirándome con los ojos entrecerrados y moviendo los largos bigotes.
El sol brillaba con fuerza en el cielo y me ardía en la nuca y las chicharras se desgañitaban con el frenesí inconsciente de los malos músicos. El mundo quieto, como preso de una pereza caliente. Caminamos aplastando contra el suelo los largos tallos de trigo, que eran como rayos de luz ensartados en la tierra, hasta que oímos el susurro de los chopos relativamente cerca. Por algún motivo, los dos estábamos desacostumbradamente callados.
Pensé que ninguno de nosotros conjuntaba con el paisaje. Mis pantalones de pana oscura y mi camisa de algodón, de la que desabroché los primeros botones, no estaban hechos para el sol implacable, verdugo de altas temperaturas. Las pupilas afiladas del gato parecían decirme con su mirada fija que él tampoco se encontraba cómodo.
Irina dejó a Von en el suelo y siguió contemplando absorta la tierra, granate, como si el sol sangrante y rojizo del atardecer se hubiera desbordado del cielo.
-Es todo tan raro, Marius-me confesó.
Y habíamos vivido tanto. Los recuerdos remotos de su infancia debían de haberse empequeñecido demasiado en la memoria, hasta sumergirse en el olvido.
-Hay tanta niebla…
Me había dicho que el olvido era como vaho, como bruma, como si alguien hubiera soplado sobre los recuerdos una tarde de frío. Como el mar. Y yo nunca habría creído que el olvido pudiera ser tantas cosas, pero allí estaba.
Como si Irina también pensara que sus ropas no eran las adecuadas, se deshizo de la camisa y de los zapatos. Dudó un instante mordiéndose los labios y, finalmente, también se desprendió de los calcetines. No pude evitar seguir atentamente todo el proceso, recorriendo ávidamente con la mirada su cintura estrecha, insinuada más que de costumbre a través del tejido delgado y poroso de la camiseta interior. Reprimí un comentario burlón y sonreí de medio lado. A mi pies, Von bufó con las orejas aplastadas contra la cabeza. No le hacía ninguna gracia que observara de esa forma a su protegida.
Una brisa caliente, cargada del sopor del crepúsculo, levantaba el pelo de Irina, rubio y translúcido por la luz, como hilos de una telaraña rota. Los girasoles se inclinaban hacia el oeste con las últimas ansias del día, moribundo ya, y sus pétalos de oro.
-Hacía mucho que quería venir-aseguró, girándose hacia mí con sus enormes ojos cenagosos. La estrella del cazador brillaba en su cuello.
-No hemos estado precisamente perdiendo el tiempo.
-No-admitió-. Parece casi como si nunca hubiera ocurrido. Como si sólo lo hubiera soñado-pensó un momento en sus propias palabras y añadió-: Al principio sólo lo soñaba.
-¿Y quién dice que los sueños nunca han ocurrido?-repliqué encogiéndome de hombros.
Irina me sonrió enseñando todos los dientes y se volvió hacia los chopos. De allí nos llegaba un murmullo lejano que identifiqué como un río, una brecha húmeda entre los campos.
La camiseta interior revelaba una marca roja en su costado, como el tatuaje de una fresa, como un beso de lápiz de labios.
-Parece que tienes una herida.
-Sí, pero no es verdad. Es una marca de nacimiento. De pequeña pensaba que tenía una frambuesa bajo la piel-respondió Irina, adivinando a qué me refería.
-Me gusta.
Sabía que se había ruborizado, porque cerró las manos en puños y desvió la mirada. Era el tipo de comentario que la haría sentir avergonzada y no podía evitar sonreír de oreja a oreja ante la idea.
-Marius, ahora que estoy aquí no sé qué hacer-dijo observándome fijamente, con los ojos muy abiertos. Había una arruga de angustia entre sus cejas. Von se acercó a ella lentamente y se restregó contra sus tobillos-. ¿Me seguirás?
Sonreí y le revolví el pelo antes de apoyar mi frente contra la suya.
-Siempre.
Irina me devolvió la sonrisa y se lanzó a trotar entre las espigas de trigo, hacia el sol hundiéndose en el horizonte. El otro extremo del cielo era un pañuelo empapado en tinta negra y las nubes eran trazos de pintura disuelta en agua. Irina saltó con los ojos cerrados y desapareció.
Vi al irbis caer al suelo suavemente y eché a correr tras él.
St2

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